La etimología griega del nombre nos da muchas pistas: geō, Tierra, y thermós, calor. El calor procedente del corazón de la Tierra en forma de vapor lleva acompañando al ser humano desde sus inicios y se ha aprovechado para innumerables usos, como calentarse, cocinar o abastecer complejos termales. En el siglo XIX aparecieron los primeros usos industriales de la energía geotérmica y a principios del siglo XX llegó la posibilidad de producir electricidad.
La capital del mundo geotérmico fue hasta los años sesenta la pequeña localidad de Larderello, que mantuvo el liderazgo mundial de la producción de energía geotérmica hasta que, en los años 80, la tecnología se extendió a gran escala al resto del mundo. En la última década, países como Estados Unidos e Islandia han optimizado el uso de los fluidos geotérmicos, muy abundantes en sus respectivos territorios, aprovechándolos principalmente para las calefacciones de los hogares. En Islandia, por ejemplo, el 95 % de los hogares se calienta directamente con vapores subterráneos.
Según el informe IRENA 2019, la energía geotérmica contribuye con 13 GW de energía verde a la capacidad total de energías renovables. La difusión de la energía geotérmica está menos extendida que la de otras energías renovables, y es que no en todos los territorios es posible encontrar una gran cantidad de calor que fluya bajo tierra en la misma zona. Sin embargo, su gran potencial está más que demostrado. Tras la COP21 de París 2015 se puso en marcha la Global Geothermal Alliance, bajo el auspicio de las Naciones Unidas, una iniciativa para fomentar que los países de todo el mundo con territorio geotérmico prioricen este recurso renovable para acelerar el proceso de transición energética.